Siete y cuarto de la mañana. Lucía coge su móvil que está a su
izquierda. Apaga la alarma que le avisa para comenzar la jornada. Hoy le
toca abrir. Trabaja en el súper de su barrio. Sería un martes normal y
corriente si no fuese por un escalofriante detalle: estamos en cuarentena.
Todo está cerrado, excepto los locales de primera necesidad como
hospitales, ambulatorios, farmacias, supermercados, fruterías,
pescaderas.
Termina de leer y responder los mensajes de what up antes de levantarse.
Su pareja, Gloria, de treinta y tres años, dos menos que Lucía, es maestra de
secundaria. Trabaja desde principio de Marzo desde casa.
Lucía sale del cuarto de baño, ya con prisa por dejar puesta una lavadora,
tomarse un café soluble medio frío y una manzana. Se despide de Gloria
con la puerta medio abierta a voz en grito, prohibido los abrazos matutinos y
los besos en el cuello. Ahora duermen en camas separadas por seguridad.
Aprovecha que sale para tirar la basura. Normalmente se desplaza
andando pero hoy llueve a mares. Coge el coche. Le detiene una pareja de
policías, hombre y mujer, de entre treinta y cuarenta años de edad.
Ella se asusta cada que se cruza con alguien más allá de los dos
metros recomendables. Ya sabe cómo va esto. Muerta su D.N.I. y el permiso de
trabajo. Luego de echar una mirada con pocas ganas le devuelven la
documentación y el papel. Puede continuar le dicen.
Gloria hará la compra hoy, online por supuesto, solo saldrá de
casa cuando le avisen para bajar al portal a recoger lo que ha pedido.
A las ocho y veinte y cinco el portátil cobra vida. Comienza la
clase. Ayer colgó, a través de YouTube, ejercicios de Matemáticas que se han de
corregir, redacciones que debe leer y puntualizar.
Suena la lavadora, tenderá a la hora del recreo digital.
Lucía llega con tiempo de sobra. Aparca justo en la puerta.
Sale de su coche, un golf pequeño color negro. Coge su bolso que se cuelga al
hombro y una bolsa de plástico donde guarda su blusa de trabajo, con el nombre
y el logotipo a la derecha, debajo del hombro. Abre la puerta de acero metiendo
la llave de seguridad. Comienza la lenta ascensión. Mientras los compañeros van
llegando suelta sus cosas y se prepara para otro día de nervios, incertidumbre.
Todos tienen la obligación de ponerse guantes de látex color azul que la
empresa reparte.
Gloria ya ha tendido la ropa limpia. Afortunadamente tienen
un piso de alquiler con terraza, no tendrá que subir a la azotea. A las tres y
media de la tarde llaman al timbre del portal. El mensajero, un chico que a
simple vista parece joven, le trae su pedido en un carro de supermercado. Lleva
guantes y una mascarilla hecha a mano de tela de algodón color verde con rayas.
Este le lanza suavemente el carro para que Gloria saque las bolsas y las vaya
sacando ella. Antes de entrar de nuevo en el portal da su D.N.I. Al chico, visiblemente nervioso y con ganas
de meterse en la furgoneta de la empresa, le da las gracias y ambos se marchan.
Al entrar por la puerta, Gloria suelta las bolsas en el
suelo, se quita la sobre camisa y los vaqueros, se cambia de ropa y la que se
acaba de quitar la mete directamente en el bombo de la ropa sucia. Sabe que se
puso esa mima ropa hace tan solo tres días, pero al tener que bajar hasta al
portal, decide que es mejor no arriesgarse, por culpa del virus que campa a sus
anchas en la calle. Mañana o pasado volvería a hacer la colada, pensó, con el
uniforme de trabajo de Lucía. A ella todavía le queda mucho para regresar a casa.
Hay más trabajo a pesar de que la gente, por miedo y por obligación, se queda
en su casa hasta que todo pase. Tiene turno doble en el supermercado. Cierra a
las ocho de la tarde. Con el cambio de horario no vendrá entrada la noche. De
todas formas está preocupada por su chica. Es una heroína.
Lucia está intentando reponer los estantes de la sección de
droguería. Coloca lo más rápido posibles botes de champú, de gel y suavizante.
No le da tiempo a poner un, y los clientes que hay detrás de ella, guardando el
metro y medio de seguridad, están esperando a que ella haga un movimiento para
abalanzarse sobre los productos. En un abrir y cerrar de ojos, todo vuelve a
desaparecer como arte de magia. Está cansada, los minutos no avanzan. Hoy dobla
turno porque faltan compañeros que están de baja.
Ayer el presidente, a eso de las ocho de la tarde, ha
anunciado que la cuarenta se tiene que alargar, sorpresa, durante dos semanas
más. Que todos debemos hacer un gran esfuerzo por mantenernos unidos y de esta
forma todos saldremos de esta. Lucia ya no se cree nada, solo suspira en
silencio e intenta poner buena cara. “Venga, que tú puedes”, se dice a sí misma
cada noche. Gloria le deja el cubo de la ropa sucia junto a la puerta, al lado del
paragüero, y en una silla ropa limpia con las zapatillas de estar por casa. El
motivo no es otro “no quiero que te pasees por casa con la ropa de calle por si
el coronaleches ese”, según le dijo Gloria a Lucía cuando la pesadilla comenzó.
Los zapatos de deportes también se los quitan en la misma puerta y, con dos dedos,
los coge y rápidamente los lleva a la terraza. De esta forma se ventilan y, con
los rayos del sol de Sevilla, que es una maravilla, se desinfectarán.
Una vez que ambas protagonistas, Gloria y Lucía, se cuentan
mutuamente sentadas en el sofá, a una distancia prudencial, que tal les ha ido
el día, cenaron sándwich de queso y patatas fritas de bolsa y viendo La Que Se
Avecina .Llegó la hora de dormir.